Torre Pacheco: cómo comprender el odio que nace del prejuicio y la deshumanización
Sergio García Magariño, Universidad Pública de Navarra
Por mucho odio y violencia que aparezca en los medios al reflejar la actualidad, los seres humanos somos seres sociales interdependientes. La supervivencia del Homo sapiens como especie y la aparición de la civilización han dependido, principalmente, de la colaboración y la solidaridad.
Entonces, ¿qué hace que haya tanto odio, que se generen polos violentos opuestos, que se orquesten cacerías de unos grupos contra otros en un pueblo como Torre Pacheco? Y más importante aún: puesto que la ciencia no solo describe las realidades y sus causas tal cuales son, sino que explora soluciones tras realizar diagnósticos, ¿cómo se puede evitar y reconducir una situación así?
En Torre Pacheco –que nos sirve de muestra, de indicador de algo que lleva tiempo gestándose en España y en otras democracias liberales– confluyen, al menos, tres procesos:
- Una gestión de la diversidad y una política de integración defectuosa.
- Una reificación –reificar una relación consiste en considerarla como una entidad– de las categorías que describen las identidades grupales que deshumaniza y favorece la violencia estructural y directa.
- Una vinculación problemática y poco atendida entre polarización y radicalización ideológica violenta.
Problemas grandes en lugares pequeños
En primer lugar, la emergencia de “un Torre Pacheco” visibiliza tanto el déficit de gobernanza global, europea y nacional de los flujos migratorios como la poca efectividad de las políticas de integración y de gestión de la diversidad.
Los problemas globales e internacionales se sienten con mayor crudeza en los ámbitos locales: las islas pequeñas son las más afectadas por el cambio climático, el tráfico internacional de diamantes golpea las aldeas de la República Democrática del Congo y la especulación mundial con criptomonedas depende de “criptomineros” asentados en una finca consumiendo gran cantidad de energía.
Hoy es Torre Pacheco, pero mañana puede ser otra localidad como Marcilla, en Navarra, un barrio de Sabadell (Barcelona) o la zona de San Francisco, en Bilbao. La diversidad incrementa la riqueza cultural, pero también trae conflictos si no hay una buena gestión de la diversidad y promoción de la convivencia.
Aquí, las personas, las instituciones y las comunidades son responsables de encontrar un modelo satisfactorio que tenga como umbral mínimo moral el respeto de los derechos humanos.
En segundo lugar, el prejuicio, el odio de unos grupos hacia otros, la deshumanización del diferente (ya sea racial, nacional o ideológicamente) es la antesala de la violencia.
Las teorías más consolidadas sobre la violencia muestran que los seres humanos tendemos a condolernos con lo que les pasa a otras personas. Sin embargo, cuando percibimos injusticias y dolor ajeno también generamos narrativas de justificación y culpabilización contra quienes las víctimas, lo que disipa esa empatía natural. De lo contrario, ante mucho sufrimiento nos desmoronaríamos, salvo que nos levantáramos a actuar decididamente para atajar dichos males.
El sociólogo noruego y el principal fundador de la disciplina de los estudios sobre la paz y los conflictos, Jonathan Galtung, habla de la violencia cultural. Esta puede dirigirse hacia innumerables direcciones: “los migrantes”, “los de derechas”, “los progres”, “las mujeres”, “los jóvenes”, “los ricos”, “los pobres”, “los del Barcelona” o “los gitanos”.
La Escuela de Frankfurt también hablaba de reificación para describir las categorías de identidad grupal que nos orientan, pero que, con el uso, se cosifican y nos impiden ver a quien está enfrente como igual en dignidad.
El gran problema es que, de un lado, apelamos al sentido común (construido socialmente) para justificar dicho rechazo y, de otro, el odio y el rechazo suelen canalizarse hacia la persona que está objetivamente más oprimida, tiene menos derechos y vive una vida menos digna. En breve, todo prejuicio y odio hacia un grupo contribuye a la violencia más cruel y legitima la opresión económica y estructural de dicho grupo.
Vivir en un clima de crispación permanente
En tercer y último lugar, la polarización de la sociedad –azuzada desde las campañas políticas y las redes desde hace décadas–, la polarización ideológica y la polarización política tienen al menos dos costes: afectan paulatinamente la calidad democrática y alimentan procesos de radicalización violenta de individuos y organizaciones.
La conexión entre polarización y radicalización violenta en Estados Unidos ha sido clara desde hace años, pero en Europa se ha tendido a separar ambos fenómenos y a encomiar el efecto estimulante y movilizador de la polarización político-afectiva.
No obstante, vivir en un clima permanente de crispación, de campaña, de descalificación, de demagogia, de lucha despiadada por llegar al poder o por mantenerlo, nutre los extremos ideológicos e impulsa a personas a unirse a ellos. Y los polos, cuando se tensan demasiado, traspasan los límites de lo estrictamente democrático y pacífico, haciendo aparecer grupos que justifican la violencia desde uno y otro flanco ideológico.
Incluso los diagnósticos que demonizan, desde un espectro, a los colectivos sin estatus legal y los no nativos y, desde el otro, a los ultras, probablemente hayan caído inadvertidamente en dicha lógica polarizada que contribuye a la persistencia del problema. Esta constatación no exime de responsabilidades, sino que evita la simplificación.
Caminos a seguir
En definitiva, mejorar la gobernanza global de los flujos migratorios, las políticas de integración y de gestión de la diversidad; abordar las causas culturales y económicas de los prejuicios, que nos insensibilizan hacia el dolor ajeno; y elevar el debate político y mediático para que se acerque a unos estándares mínimos de decoro, sobresalen como tres de las avenidas más prometedoras, y a largo plazo, que deberían recorrerse.
Y un recordatorio final: cada persona, cada comunidad y cada institución tiene la oportunidad y el deber de contribuir al fortalecimiento de la convivencia pacífica y democrática de una sociedad que cada vez es más diversa, como también lo fue en el pasado.
Sergio García Magariño, Investigador de I-Communitas, Institute for Advanced Social Research, Universidad Pública de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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Author: viajes24horas
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